Muchos de los que disfrutamos con el fútbol detestamos en la misma medida las celebraciones, en particular esa desproporción que acompaña los mundiales y la exageración que sigue a un resultado, a un partido, a una selección. A modo de resumen, fútbol sí, tonterías no, o, en todo caso, las justas.
Es inútil recordar que se trata de un deporte, de un juego sometido a múltiples factores y donde no necesariamente gana el mejor. No, en un partido del mundial está en juego mucho más, el orgullo nacional (qué es eso exactamente), el honor, el sentimiento, de modo que lo único importante es ganar. Si te echan a la primera, el presidente Sarkozy llama a capítulo al equipo, aunque en este caso no tanto por perder sino por el ridículo que han dejado en un lugar al que llegaron haciendo trampa. O el presidente de Nigeria disuelve la selección y condena a “águilas verdes” dos años sin fútbol internacional. No les ha ido mal, les podía haber mandado directamente a presidio.
El fútbol no es una guerra por más que se apele siempre a la metáfora y se exalten los ánimos como si tal fuera. Requiere de su entorno, del público y de juanmas castaños y saras carboneros. Pero le sobran bocazas y tanta figura circense como surge estos días en torno a las cámaras de televisión. Que vuelva la mesura.